Como descubrí la mejor familia de todas 

Donna Snyder supera el dolor de una niñez difícil y descubre la esperanza y la confianza 

    “Orar es el coraje de perseverar. Es la lucha que nos lleva a superar nuestras debilidades y nuestra falta de autoconfianza. Es imprimir en lo más profundo de nuestro ser la seguridad de que podemos cambiar una situación. Con la oración destruimos el miedo, borramos las penas y encendemos una antorcha de esperanza. La oración es la revolución que reescribe el guión de nuestro destino”. 
    Daisaku Ikeda
Crecí en Nueva Jersey en una familia llena de problemas. Soy la pequeña de tres hermanas y todavía era bebé cuando mi padre, que solía abandonarnos con frecuencia, se fue definitivamente, dejando a mi madre desasistida económica y emocionalmente. Mi madre hizo todo lo que pudo y nos crió con ayudas estatales en una época en la que las familias que dependían de los servicios sociales y de manera especial los niños sin padre sufrían un enorme estigma. 

Recuerdo la humillación que mi madre sentía cuando nos visitaba la trabajadora social y le echaba en cara que recibía ayuda económica. Me avergonzaba el lugar donde vivíamos. Jamás invitaba a los amigos a casa y cuando llamaban al timbre corría a esconderme. Crecer en estas condiciones significaba que nunca me sentía bien conmigo misma y que deseaba ser otra persona. 

Mi madre no superó el abandono de mi padre y cuando yo tenía 12 años perdió la batalla contra sus demonios internos y se suicidó.  

Un familiar con sus propios conflictos mentales vino a vivir con nosotras, así que siempre tuvimos un hogar inestable y lleno de tensión. Sentía que era la única persona cuerda en un ambiente insalubre donde nada tenia sentido para mí. Ninguno de mis amigos conocía la realidad de mi vida, sabia esconderla muy bien pero dentro de mí había un profundo sentimiento de inferioridad. Tampoco encontraba consuelo en la religión que profesábamos ya que nunca nos había ayudado en nada. 

El verano previo a mi último año de escuela secundaria, mi hermana Bárbara, que ya se había independizado, conoció el Budismo de Nichiren Daishonin y se hizo miembro de la SGI. Poco después de empezar su práctica budista nos mudamos con ella a un apartamento maravilloso cerca de mi colegio y por primera vez en la vida disfrutamos de un entorno seguro. 

Con frecuencia mi hermana me invitaba a las reuniones de diálogo de la SGI-USA pero siempre declinaba la invitación, ya tenía bastantes retos que enfrentar como para añadirme inseguridad con algo que me hiciera sentir aún más diferente de mis amigos. Sin embargo, de vez en cuando y si ella no estaba en casa, leía el World Tribune y llegó el momento en que, inspirada por las experiencias que salían publicadas, decidí poner a prueba Nam Miojo Rengue Kyo.  

Crear una sociedad pacifica - uno de los objetivos de la SGI era algo alejado de mi, la paz mundial no era precisamente una de mis metas, lo que yo deseaba era ir a la universidad. Así que comencé a orar para tener dinero con qué hacerlo. Para muchas personas esta ambición puede resultar insignificante pero en mi familia era algo extraordinario: nadie lo había logrado. 

Pocos meses después recibí de una aseguradora un cheque inesperado con la cantidad exacta para empezar mi carrera. Después fueron llegando becas y ayuda financiera para completar mis estudios. Las puertas y los pestillos de mi vida fueron abriéndose a medida que invocaba daimoku, participaba en las actividades de la SGI-USA y me esforzaba en alentar a los demás en su práctica budista. 

Nunca le conté a nadie en aquellos primeros tiempos de mi práctica que el anhelo más íntimo de mi corazón era tener unos padres que me alentaran y que creyeran en mí. Sabía que era un imposible pero me confortaba que Nichiren Daishonin se refiriera a la budeidad como el estado de “padre, maestro y soberano.” 

Cuando culminé mis estudios, la oferta laboral en el área de la asistencia social era limitada, sin embargo, una semana después de graduarme conseguí un gratificante empleo en este campo donde sigo trabajando desde entonces. 

Estaba en verdad acumulando buena fortuna a través de mi firmes esfuerzos para llevar a cabo mi juramento por el logro del kosen-rufu, es decir, dedicándome activamente a la propagación del budismo de Nichiren. Decidí que quería hacer estudios de post grado pero, una vez más me faltaban fondos. Pronto surgió una oportunidad a través de mi trabajo y fui seleccionada para hacer un post grado en la Universidad de Nueva York con todos los gastos pagados.  

Todos estos años, aunque no sabía si estaba vivo o muerto, invoqué por la felicidad de mi padre. En 1991 fui con mi hermana Bárbara y una amiga al Japón. Visité la sede central de la Soka Gakkai en Tokio y tuve la oportunidad de conocer al presidente de la SGI, Daisaku Ikeda. Nos alentó profundamente y luego dijo algo que me impactó: “Por favor no les den preocupaciones a sus padres.” ¿Por qué mi hermana y yo estábamos allí escuchando eso? Orando para entender las palabras del Presidente Ikeda se me ocurrió que tal vez en algún rincón de su vida, mi padre estaba preocupado por nosotras. Decidí encontrarlo para decirle que no tenía por qué preocuparse porque las tres estábamos bien. 

Armada con la decisión de llevar a la acción la orientación del Presidente Ikeda, mi daimoku se orientó hacia una nueva perspectiva: no sólo se trataba de mi padre, me empezaba a dar cuenta de que también lo necesitaba mi vida. Pocos meses después localicé y contacté a mi padre. Vivía en Nueva Jersey y estaba muy enfermo. Aceptó verme y fui a su encuentro con un millón de emociones dentro y entonando Nam Mioho-Rengue-Kio por el camino. 

Creo que esperaba mis reproches pero le dije que no estaba allí por el pasado sino por el futuro. Le conté que mis hermanas y yo teníamos unas vidas y una práctica budista maravillosas, que no tenía por qué preocuparse. Murió la semana siguiente y yo quedé profundamente agradecida al presidente Ikeda por aquellas palabras suyas que resonaron en mi corazón y en mis actos.  

En 1994 cumplí otro de los sueños que acariciaba: Comprar mi casa y con una tasa de interés que no se había visto en 50 años. Mi abogado estaba seguro de que había sido un error tipográfico así que llamó al banco para notificarlo: No había error y hoy en día vivo en una bella casa y cuando suena el timbre doy la bienvenida a las visitas, llena de felicidad.  

En 1996 el presidente Ikeda visitó Nueva York y volví a encontrarme con él. Tomó mi cara entre sus manos y me dijo: “Tus verdaderos padres están aquí ahora, no tienes nada de que preocuparte.” En ese instante comprendí que mi deseo sincero y mis oraciones para tener unos padres que me alentaran y creyeran en mi se habían cumplido, aunque ya no estuvieran vivos. Había descubierto en la SGI la mejor de las familias. Había encontrado en el Presidente Ikeda un mentor que me enseñaba cuán profundamente le importan las personas y cuán profundamente comprende cada vida.  

Parece que no hay oración o deseo relacionado con nuestra felicidad que llevemos frente al Gohonzon que no se cumpla. Hasta los que había descartado por imposibles hace tiempo.  

Además de nuestras historias de distancias familiares, nunca fuimos afortunadas en asuntos de relaciones románticas. Al comienzo de mi práctica comprendí que ninguna persona, por más encantadora que fuera, podía ser la fuente de mi felicidad. Mi tendencia era atraer hombres a los que les gustaba yo pero no mi práctica budista. Para mí eso era un punto de ruptura. Aun estando felizmente soltera sentía que había un reto en transformar este aspecto de mi vida. Canté daimoku con decisión y pude ver que dependía sólo de mí y de nadie más, lograr ese cambio porque era yo quien ponía el límite al predeterminar lo que la otra persona no aceptaría de mí.  

Cuando asumo la responsabilidad de mi vida a través de mi oración en otras palabras a través de lo que me prometo alcanzar entonando NMRK el camino se abre sin falta.  

Poco después de esta toma de conciencia conocí a un hombre maravilloso que respalda mi práctica budista y con el que comparto los mismos valores y una misma visión. Tiene dos hijos estupendos con los que me llevo muy bien. Uno de ellos comenzó a practicar conmigo cuando tenía 12 años. En el año 2006 asistió a la Conferencia de Estudiantes de Escuelas Media y Secundarias en la Universidad Soka de América y quedó encantado. 

Estoy llena de gratitud hacia el presidente Ikeda cuyas orientaciones y aliento me han animado a practicar el Budismo de Nichiren y a transformar en tantos aspectos mi vida. Los días en los que “no me sentía suficientemente bien” se han terminado, han sido reemplazados por esperanza y confianza para desarrollar incesantemente mi potencial ilimitado. 

(Traducida y editada por Maria A Serrano-López y Angie Caperos)