El peaje físico de la ira 

por Jerry Pecarsky  
(utilizado con el permiso del autor)  

Crecí en un ambiente de mucha violencia. A mi padre lo criaron en circunstancias brutales y él me hizo depositario de toda su rabia. Me pegaba en la cabeza por lo menos una vez al día, además de humillarme en público y de agredirme verbalmente. Esa crianza hizo que la ira me dominara de tal modo que si alguien me ponía la mano encima me desquitaba violentamente. Cuando empecé a practicar el budismo de Nichiren Daishonin la ira me estaba destruyendo física y emocionalmente.  

Durante algunos años estuve en tratamiento quiropráctico, la rabia que tenía por dentro había afectado a mi columna vertebral produciéndome tres hernias discales. El quiropráctico sabia que eso me ba a ocurrir pero no pudo evitarlo. Me remitió a un cirujano ortopédico, quien al ver mis radiografías, me explicó que la base de mi columna era la de un hombre de 65 años y que tendría que inyectarme una enzima de papaya y después someterme a una operación quirúrgica. 

No tenía seguro médico ni dinero y tampoco quería someterme a una cirugía y a las consecuentes limitaciones físicas que tendría que afrontar. Tenía 39 años y sólo hacía ocho meses que estaba invocando Nam-Mioho-Rengue-Kio (daimoku). Entonces, Leslie, mi prima me dijo: Estás todo el tiempo hablando del budismo ¿por qué no lo usas para curarte?. Caí en cuenta de que tenia razón y le dije al quiropráctico que en dos semanas volvería a su consulta completamente curado. Él me miro como si estuviera loco y me preguntó si eso tenía que ver con mi "salmodia" budista. Ni aunque fueras cirujano podrías curarte la espalda en dos años, mucho menos en dos semanas, terminó diciendo. Mi respuesta fue la misma: Volveré en dos semanas totalmente curado.  

El dolor físico era tan agobiante que no podía entonar más de dos minutos en la misma posición, así que mis dos horas diarias de daimoku las hice sentado, de pie y acostado. Estaba determinado a que en dos semanas, de alguna manera, me curaría la espalda. El décimo día me levanté y estuve un rato en mi habitación con la sensación de que me faltaba algo. Tras unos minutos, me di cuenta de que lo que me faltaba era el dolor de espalda. Pensé que si me iba a ver al quiropráctico se sorprendería demasiado, así que esperé las dos semanas completas. Cuando fui a su consulta se le cayó la mandíbula y me preguntó qué había hecho. Le pregunté el porqué de su pregunta, me respondió que el 90% de los problemas de mi espalda se habían resuelto. Le dije que lo había hecho con mi "salmodia" budista, como él lo llamaba, invocando Nam-Mioho-Rengue-Kio.  

Al cabo de dos semanas estaba trabajando de nuevo, pero una mañana, un mes después de mi curación, me desperté con un dolor que casi me impidíó levantarme de la cama. Me sentía como si Rocky Marciano me hubiera dado una paliza de 15 rounds. 

Todas las mañanas limpiaba mi altar, pero ese día era tal el dolor que no lograba levantar los brazos. Pensé que el universo no se acabaría si Jerry Pecarsky no limpiaba su altar una mañana. Salí del cuarto arrastras y regresé arrastrándome de nuevo, pensando que necesitaba mostrar respeto y agradecimiento hacia mi vida y hacia el hecho de haber sanado mi espalda. En el instante que hice el esfuerzo de levantar el brazo para limpiar el polvo y toqué la parte de arriba de mi butsudan, el dolor desapareció. Todavía con la mano en el altar me dije: "¡Se fue el dolor!" El gongyo que hice aquella mañana salió de un corazón lleno de agradecimiento.  

En la noche fui a una reunión de budismo y le pregunte a la encargada de la división de damas qué me había sucedido, cómo era posible que algo así me hubiera pasado a mí. Lo que me dijo no sólo me llenó de coraje en ese momento sino que ha continuado haciéndolo durante mis 22 años de práctica: Usted desafió su vida al obligarse a limpiar su altar. Cuando se lanza una piedra al agua ¿se genera una onda o muchas?. Muchas, respondí y me preguntó ¿Qué es lo que más necesitaba usted aquella mañana?. Deshacerme del dolor. Ese -dijo- fue su beneficio visible, la primera ondulación, las demás ondas se expandieron hasta lo más profundo de su vida y seguirían influyendo su vida a través del tiempo. Y agregó que aunque lo que había hecho aquella mañana podía parecerme algo pequeño, para el universo era algo enorme. 

La violencia y la cólera con que me criaron habían tenido un efecto tan negativo física y emocionalmente en mi vida que de no haber sido por la misericordia de la mujer que me habló de esta práctica del budismo verdadero, hoy estaría en la cárcel, en una silla de ruedas o muerto. De no ser por el Gohonzon hubiera permanecido en los cuatro mundos más bajos de infierno hambre, animalidad e ira.  

Realmente soy un hombre con una vida profundamente afortunada. 
 
 
 

(Traducida y editada por Maria Serrano-López y Angi Caperos)
 
 
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